Cuanto menos tienes, menos recibes. La frase define la esencia del plan oficial para mitigar el alza de los alimentos lanzado en 2022. El mismo Gobierno que gastó $363.3 millones en subsidiar el combustible a todos los vehículos dejó de entregar paquetes de ayuda a los más necesitados y pagó pensiones de $50 con 10 y más meses de atraso. El mismo que va camino de eliminar el único programa social para madres jefas de hogar aún a costa de violar la ley. Todo eso sucede mientras la comida lleva subiendo 24 meses consecutivos en un país donde los hogares en pobreza extrema se han duplicado desde 2019.
Desde la casa de Sara García se observa el mar de montañas, de cimas redondeadas y deforestadas desde las faldas, que caracteriza al municipio de Tacuba más próximo a Guatemala. Subida El Gavilán, como se llama el caserío, hace honor al sorprendente paisaje de toboganes. Cuando la vista vuelve al hogar de polvo, adobe y lámina, la sorpresa desaparece. La pobreza encumbra a Tacuba entre los municipios de Ahuachapán y a ese departamento en el resto del país.
Sara tiene 44 años y es madre de 9 hijos. Vive con su esposo, dos hijos menores, dos hijas mayores y cuatro nietos. Nació, creció y formó una familia en medio de grandes necesidades. Siempre fue pobre. No recuerda, sin embargo, un tiempo tan difícil como el que vive actualmente. “La pobreza que estamos pasando ahorita es terrible… Como estamos, la pobreza es grande…”, repite. Los pocos alimentos y enseres que se ve obligada a comprar llevan al límite su maltrecha economía.
En el hogar de los García, la comida diaria se limita a tortillas y arroz, cocinado con hojas de mora o chipilín que crecen en su jardín. “Cuando se puede, frijolitos. Están caros, es raro que compremos. Solo cuando ellos vienen y me dan mis centavitos”, añade. “Ellos” son su esposo y una de sus hijas, las dos fuentes de ingresos.
A Sara se le visitó el 25 de marzo por primera vez. Se había quedado sin gallinas ante tanta necesidad. “Vendiendo mi gallinita he logrado comprar mis libras de arroz… como todo está carísimo”, respondía frente a su hogar, a la orilla del camino de tierra que acaba en El Coco, caserío lindante con Guatemala.
Para el 20 de junio, el hogar parecía otro. Media docena de pollos piaban sin descanso alrededor de la casa. En la parte trasera, había cuatro gallinas jóvenes, un gallo y un pato en una jaula improvisada. Una de sus dos hijas trabaja en la ciudad de Ahuachapán y gana $50 a la quincena como empleada doméstica. Con ese dinero, dice Sara, compraron pollos, a $1.50 cada uno, y las otras aves en los últimos meses.
Con o sin ellas, comer huevo es un lujo en el hogar de los García. “Antes de la subida (de los precios), una vez a la semana comíamos huevo; hoy nada, cada 15 días, está caro”, explica. En el caserío, la unidad cuesta hasta 30 centavos de dólar. En Tacuba, 25.
A esa pobreza “terrible” contribuye el abandono de las instituciones. Abandonar, según la primera acepción del diccionario de la RAE, es “dejar solo algo o a alguien alejándose de ello o dejando de cuidarlo”.
“No, nada de alimentos; ni del Gobierno ni de la alcaldía. Solo el saquito de abono y semilla que nos regalan para sembrar. Antes, cuando la pandemia, sí nos daban; hoy que pasó, ya no”, relata. Lo del “saquito” es un paquete con insumos agrícolas que cada gobierno entrega como incentivo para la siembra. Con la semilla sembraron una manzana de maíz sobre una ladera. En cambio, el quintal de abono y el litro de veneno del paquete es apenas una parte de lo necesario. Si quiere cosechar la milpa en septiembre, tendrá que invertir. Gastar a costa de comer menos y peor.
María del Carmen, vecina de 47 años, la secunda. “Todo está bien arriba… en la pandemia sí daban su poquito de arroz, frijolito, la botella de aceite,…”, recuerda sobre los paquetes recibidos en 2020. Hoy nada, ni en ese caserío ni en el vecino El Coco. Cualquier ayuda, dicen, pasaría frente a sus casas y lo sabrían.
María, Alma y las otras vecinas se sienten como ella, abandonadas.
Pobreza extrema
El otro ingreso que entra al hogar de Sara es el del esposo, agricultor. A falta de empleo cerca, trabaja en fincas de café de Sonsonate, el departamento vecino. Cada dos semanas regresa con $60 en el bolsillo, su paga quincenal.
Los García entran de cabeza en la categoría de hogares en pobreza extrema, esos cuyo ingreso no alcanza para comprar siquiera una canasta básica de alimentos. En 2022, esa canasta costaba $171 para una familia promedio de 4.26 miembros. Para una de diez, como la de Sara, sube a $401.
Según la última Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples (EHPM) 2022, en El Salvador hay 170,700 familias en esa condición, el doble que los 87,400 hogares en 2019. Cada persona sobrevive con un $1.30 o menos diario. En casa de Sara, calculadora en mano, salen a 73 centavos.
En Cuesta El Gavilán, las madres consultadas tienen siete, ocho y hasta diez hijos. Algunos viven en el mismo caserío, otros en Tacuba y los más “atrevidos” en San Salvador. Al norte, a los Estados, ninguno. El estudio “Diagnóstico participativo área de desarrollo territorial de Tacuba”, elaborado por las organizaciones Ayuda en Acción y Fundesyram en 2017, confirma esa realidad. “Más de 92% de las familias encuestadas respondió que ninguno de sus miembros ha emigrado fuera del país en los últimos tres años”, subraya. La falta de recursos para viajar de manera ilegal es la razón principal. En consecuencia, las familias que reciben remesas son pocas.
La desnutrición infantil va de la mano de tanta pobreza. Según ese estudio, la principal unidad de salud de Tacuba registró 393 niños de cero a cinco años con algún grado de desnutrición el año del estudio. Prácticamente, la mitad de los 809 registrados padecía esta afección que se asocia con retardo en el crecimiento y limitaciones en el aprendizaje. Se pidió al Ministerio de Salud una actualización, pero se excusó diciendo que era “una considerable cantidad de información a recopilar”.
Al centro escolar del caserío El Gavilán, los niños regresaron a clases presenciales a final de febrero. Cumplidos cuatro meses, el Ministerio de Educación aún no ha entregado un vaso de leche ni una cajita de cornflakes para el refrigerio. Solo frijol y arroz para un mes y medio. Desde entonces, los alimentos corren por cuenta de las madres. Así lo confirma Alma Zuñiga, con tres hijos en el centro. Las dos profesoras consultadas dijeron que no estaban autorizadas para hablar del asunto. Según la web de Educación, el programa de alimentación escolar “brinda un promedio de 300 kilocalorías, y representa entre el 15 y 17% del requerimiento diario de un estudiante”.
Desinterés general
El abandono a las familias vulnerables ante el alza del precio de la comida es general, según la propia información oficial. El Ministerio de Desarrollo Local (Mindel) entregó 38,337 raciones alimenticias el año pasado. En un país con 528,000 familias en pobreza, según la EHPM, apenas siete de cada cien recibieron una ración. Cada una es para una semana, dos a lo sumo.
En 2020, el año de la pandemia, al menos siete millones de canastas alimentarias se repartieron en dos fases a través del Programa de Emergencia Sanitaria (PES), según un comunicado de Casa Presidencial de noviembre de 2020. “El Salvador ha podido ayudar a los hermanos de Guatemala y Honduras con 60,000 paquetes de alimentos”, añadía. Esta última cifra cuasi duplica lo entregado en 2022.
Debido al cierre de las escuelas por la pandemia, en 2021 y 2022, los víveres del programa de alimentación escolar se repartieron en canastas para su consumo en el hogar. El Ministerio de Educación no detalla cuántas en total ni por familia. En principio, los productos eran arroz, frijol, aceite, azúcar, leche, cereal y biofortik, un suplemento nutricional. La inversión fue $31.9 millones para 1.1 millones de estudiantes, unos $30 por alumno.
Voz Pública consultó a siete familias y a dos profesoras del sistema público de cinco departamentos. Cuatro dijeron que solo recibieron uno o dos paquetes el año pasado. Otros tantos respondieron que dos o tres. También difieren en los alimentos recibidos. En Chalatenango, el paquete solo traía leche y cereales. En Cabañas, aún menos. “Dos o tres cajitas de leche líquida”, dijo un padre. Cuatro familias lo recibieron completo.
A Sara, con dos nietos en la escuela, les entregaron un paquete en todo 2022. “Nos dieron cornflakes, una botella de aceite, pero no leche. Solo una vez nos dieron a mí y a los del caserío que tenemos niños”, asegura. Alma, su vecina, también lo confirma.
En el reportaje “Educación dejó de pagar $11 millones en alimentos para estudiantes”, publicado por Revista Factum en mayo, se indica que la deuda con los proveedores desincentivó a varios a vender al ministerio. Una razón que puede explicar los paquetes incompletos entregados a falta de información oficial.
Inflación galopante
El 2022 registró una inflación récord en muchos países como consecuencia de los flecos de la pandemia de la covid-19 y la guerra en Ucrania. El Salvador cerró ese índice general en 7.32%, un valor no visto desde los 90. En el rubro de alimentos, el de mayor impacto, esa variable llegó al 12.2%. Hay que recordar que subida abrupta comenzó en la segunda mitad de 2021 (8%) y continúa este año (2.6%, a mayo). Las cifras sorprenden aún más en un país con cierta estabilidad de precios gracias a la dolarización.
El bolsillo se resiente más con alimentos esenciales como los granos básicos. En dos años, la libra de maíz está un 43% más cara; la del frijol rojo tinto, un 37%, según el Ministerio de Agricultura (MAG). La razón no solo está en Europa y en el virus. La deprimida producción nacional tiene que ver, según Luis Treminio, presidente de la Cámara Salvadoreña de Pequeños y Medianos Productores Agropecuarios (Campo). El encarecimiento del alquiler de las tierras de cultivo y de productos químicos agrícolas, así como la falta de mano de obra, contribuyen a ello.
Treminio lamenta la indiferencia de los gobiernos de turno. Prueba de ello es que el país carece de política agropecuaria, algo inédito en la región. “Hay que eliminar el IVA a los insumos agrícolas, comprar la producción nacional en vez de estar importando como en 2020, que habiendo suficiente (producción nacional), el ministro de Agricultura, Pablo Anliker, autorizó compras en Sinaloa (México): compró maíz, frijol y aquí (se estaba) saliendo de la cosecha”, plantea.
El ciclo 2022-23 registró una cosecha de 19.7 millones de quintales de granos básicos, una de las más bajas de los últimos años. Para el actual, la previsión es 19.8 millones. Una cifra que apunta a ser menor por la influencia del fenómeno El Niño -falta de lluvia- en la segunda parte del invierno. En ese periodo se cosecha la mayor parte del frijol nacional y casi todo el maíz en el oriente del país, una zona comprendida en el llamado Corredor Seco.
El Gobierno mantiene la entrega de paquetes agrícolas, el programa clave para la seguridad alimentaria, sin apenas cambios. La información se toma de las publicaciones del MAG dado que es reservada desde 2022. Estima una entrega de “más de 500,000” paquetes en el ciclo actual. Una cantidad menor incluso que la del periodo anterior y que otros años como 2015 y 2016.
Una mala cosecha
A Jucuarán, el municipio más oriental de Usulután, le separan 261 kilómetros de Tacuba. Casi el ancho de El Salvador. En el caserío El Coyol del cantón El Llano se asienta una comunidad de 40 familias. Es tierra de pequeños agricultores, tan pequeños que los últimos coletazos del huracán Julia en 2022, que afectó al país ya degradado a depresión tropical en octubre, diezmó su cosecha de maíz y maicillo. Por su ubicación, es candidato a sufrir los estragos de El Niño este año y llevar más incertidumbre al futuro de esas familias.
Ese año, el Ministerio de Gobernación informó del reparto de 11,000 paquetes de alimentos a los afectados de Julia. A los hogares de El Llano no les llegó nada. La única ayuda vino de la alcaldía de Nuevas Ideas y consistió en un paquete de alimentos por familia.
Tanto como pérdidas en el agro, los entrevistados lamentan el atraso en el pago de los programas sociales, su única entrada de ingresos para algunos. En la última cosecha, María Gloria Valencia sacó cuatro sacos de maíz, lejos de los 16 de la anterior. “Antes uno decía, voy a vender (maíz) y voy a comprar cosas, pero hoy más con todo caro, no”, relata. Como todos, alquila la tierra, media manzana, y ese y otros pagos en los que incurre los tiene que cancelar con el grano recolectado.
Magdalena, la última de sus cinco hijos, tiene 25 años y padece epilepsia desde pequeña. Permanece en casa, no la dejan sola por miedo a que se golpee o se escape. Por la enfermedad, recibe $50 del Programa de pensión al adulto mayor y personas con discapacidad del Mindel. María gasta la pensión en medicinas y en alimentos para ella. El último día de mayo, María recibió $200, el monto de cuatro meses. Aún le deben diez. Ese atraso es una constante entre beneficiarios consultados en zonas tan dispares como Ahuachapán, Cabañas y Chalatenango. Cuando se le solicitó el último mes cancelado por cada municipio a inicios de 2023, ese ministerio optó por declarar en reserva esa información.
Ese programa está incluido en la Ley de Desarrollo y Protección Social, aprobada en abril de 2014, que regula la atención a la población más vulnerable. Atrasos como el descrito y la falta de respuesta y explicaciones a los usuarios violan varios artículos de la normativa. Por ejemplo, el 35 que se refiere a “recibir información adecuada, suficiente y oportuna, en un lenguaje claro…”. También, el artículo 3: “Garantizar el goce de los derechos económicos,…”.
La Ley incluye también el principio de progresividad, que llama a promover la incorporación de nuevos beneficiarios. Esa norma se incumple con ese y, sobre todo, con otro programa que va camino de desaparecer: los bonos de salud y educación para madres jefas de hogar. Esa ayuda oscila entre 15 y $36 al mes. Creado en la gestión del expresidente Saca con una cobertura de hasta 105,000 familias en los 100 municipios más pobres, en 2019 tenía 43,200 inscritas. Para 2023, quedan escasamente 4,600, según el último informe del Mindel.
Gabriela Santos, directora del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (Idhuca), asegura que el Estado tiene la obligación de promover, respetar y garantizar los derechos de la población, en este caso, económicos. “Si ya se tiene un nivel de protección logrado a través del tiempo no podemos ir para atrás. Una de las obligaciones de los Estados es el tema de la progresividad y el principio de no regresividad”, advirtió.
A la economista Tatiana Marroquín le preocupa también lo que ocurre con estos programas, los únicos diseñados para el alivio de la pobreza. “En el marco de las crisis de inflación y caída de la producción nacional es totalmente contrario a lo que se supone que un Estado debería estar haciendo”, expresó.
El presidente Nayib Bukele se comunica asiduamente a través de Twitter. En sus miles de mensajes publicados en cuatro años, una decena de tuits toca el tema de los pobres y la desigualdad, un reflejo de la importancia en la agenda oficial. En ocasiones, de manera superficial como este del 8 de febrero de 2022: “No vamos a cambiar 2 siglos de pobreza y abandono en 1 día… Pero nadie puede negar que vamos por el camino correcto”.
De su pasado con el FMLN queda un video subido en Tik Tok, toda una alabanza a los adultos mayores, a los más pobres, a los que hoy se les ningunea una pensión de $50. “Un adulto mayor que ya no puede trabajar y que no goza de pensión o que su pensión es muy pequeña no es una carga. Ellos ya nos dieron demasiado. Es hora de que nosotros le devolvamos un poquito de todo lo que nos dieron a nosotros (…)”, dice el presidente en el audiovisual.
Medidas anunciadas
En marzo y abril de 2022, en medio del alza imparable en el precio de los alimentos, el Gobierno lanzó una serie de medidas para contener la inflación. En su mayoría, eran acciones y medidas ya contempladas en la ley. Las nuevas tenían que ver con la fijación del precio al combustible y la suspensión de dos impuestos, un subsidio adicional de carácter universal al gas y la eliminación de aranceles a la importación de 21 productos. Estas tres medidas representaron un gasto de $428.8 millones. El 85% de los recursos se fue en la primera medida, el subsidio al combustible.
Maria Luisa Haydem, ministra de Economía, reconoció el beneficio de las medidas y, en especial, la última de ellas. “Hemos hecho estimaciones, el ahorro (…) puede llegar a representar hasta $50 al mes”, dijo en una entrevista en el Canal 21 en junio pasado.
Un trabajo de investigación de la Universidad Francisco Gavidia (UFG) y Voz Pública reveló que cada conductor de carro particular y pick-up se ahorró $255 gracias subsidio al combustible en el primer semestre de aplicación. En julio, el mes con la gasolina más cara, ese ahorro fue $78.7. Ese monto supera con creces el de la pensión a los adultos mayores, cuadruplica el de los bonos a las madres y duplica el gasto anual por alumno en alimentación escolar.
Según el estudio, el Gobierno subsidió con $32.7 millones el combustible a los 128,425 dueños de carros y pick-ups nuevos y de año reciente, de seis años o menos, entre abril y septiembre pasado. Para el cálculo se tomó en cuenta la información del parque vehicular al mes de septiembre, solicitada al VMT, y el cálculo promedio del gasto en combustible de una encuesta de la citada universidad.
El economista Carlos Acevedo criticó meses atrás el subsidio general al transporte y, en especial, a la gente con “buenos automóviles” que puede pagar el combustible al valor de mercado. “¿En qué beneficia eso a los hogares de menores ingresos en términos de reducir el costo de la canasta básica? En nada. Es un derroche de recursos”, expresó.
El millonario subsidio al combustible alivió el bolsillo de los dueños de los carros, pero en poco o nada contribuyó al alza de los alimentos y, por ende, a reducir ese impacto en los más vulnerables, quienes invierten la mayor parte de sus recursos en comida. Para poner en perspectiva esa realidad, sirve esta comparación: la canasta básica aumentó $41 entre 2021 y mayo de 2023 en la zona rural. En los 15 anteriores, entre 2006 y 2021, había incrementado $47. Las cifras no difieren mucho con la canasta en la zona urbana.
No extraña, por tanto, que la inseguridad alimentaria tocara la puerta de uno de cada dos salvadoreños el año pasado. Se calcula que 3.3 millones atravesaron necesidades alimentarias, según el informe de la Red Global contra las Crisis Alimentarias (GNAFC), elaborado con varias agencias de las Naciones Unidas. Esas necesidades las detalla la Encuesta de evaluación del año 2022 de la Universidad Centroamericana “José Simeon Cañas”, presentada en enero. Casi la mitad de los salvadoreños (48.5%) afirmó que había dejado de comprar algunos alimentos. A esa misma pregunta había respondido afirmativamente el 30.9% en 2020. Otra más reciente, de la Fundación Guillermo Manuel Ungo (Fundaungo), presentada a finales de junio, indica que el rumbo de la economía es el principal problema para siete de cada 10 salvadoreños. Casi la mitad, el 45.9%, lo atribuye al costo de la vida o los altos precios.
Sara compra lo que le alcanza, que siempre es poco. Cocina a leña como sus vecinas y como lo hace, al menos, uno de cada siete hogares en el campo. Tampoco reciben subsidio al gas. Ese 20 de junio, en casa desayunaron hojas de mora cocidas con tortillas. No había frijoles. Para el almuerzo preparaban “arrocito con macarrones y chipilín sancochado”.
Previo a su publicación, Voz Pública buscó una reacción de las carteras mencionadas en este reportaje. Ninguna atendió la solicitud enviada por correo electrónico. Para la elaboración del trabajo se hicieron una decena de solicitudes de información a cinco ministerios distintos en los últimos meses. También se consultaron las memorias de labores que las entidades de gobierno publican cada año y que están disponibles en los portales web. La información recibida y utilizada para este trabajo se puede consultar al final de reportaje.
Esta investigación fue realizada gracias al apoyo del Consorcio para Apoyar al Periodismo Regional de América Latina (CAPIR), liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR)