Sola ante la desgracia repetida en lo que Bukele llama “el país más seguro del hemisferio”, Guadalupe es el rostro de un problema de inseguridad cubierto debajo de la alfombra de los pregonados plan control territorial y régimen de excepción: los desaparecidos. Guadalupe explica un sistema, un Estado inútil: tras la desaparición de su hija Marcela en 2021, tanto Policía como Fiscalía han sido poco más que un adorno en su propósito de encontrar aunque sea los restos de su hija. Una más en la lista de las 640 personas que ese año salieron de casa y no regresaron.
Marcela terminó su jornada de trabajo en una floristería del mercado San Miguelito de San Salvador. Cerró la tienda al público, hizo limpieza y esperó a Ricardo, su pareja, empleado en un local de flores cercano.
Aquel domingo, 18 de abril de 2021, como a las cinco de la tarde, salieron juntos del trabajo. Una compañera suya recuerda esos detalles y las bromas que amenizaron la jornada. En Marcela ve a una madre luchadora, positiva a pesar de los golpes del pasado, una joven de esas que “le gustaba decir las verdades a todos, transparente”.
Ricardo era un deportista conocido en el mundo del atletismo. En su disciplina, lanzamiento de jabalina, fue campeón nacional en la categoría mayor en 2019. Al día siguiente, tenía que hacerse una radiografía del brazo derecho en el hospital Zacamil. Ella había pedido permiso en el trabajo para acompañarlo.
Esa tarde fue la última vez que los vieron. El lunes no llegaron a la consulta médica.
Guadalupe, la madre de Marcela, le llamó ese domingo temprano y conversaron unos tres minutos. Le dijo que asistiría a un evento religioso en Usulután y que se llevaría a su nieta, la hija mayor de Marcela. “Cuando hayan llegado, me llaman”, le pidió.
Le telefoneó una vez en la mañana y varias más al final de la tarde, pero no le respondió. En la noche insistió también con Ricardo y nada. Para entonces, los celulares de ambos la mandaban directamente al buzón de voz.
Guadalupe denunció la desaparición de su hija a la Policía el 27 de abril, nueve días más tarde. No lo hizo antes porque la estuvo buscando en los hospitales, los trabajos anteriores y otros sitios que ya no recuerda.
En la delegación policial de Monserrat, los agentes descartaron que estuviese recluida en un penal. Al revisar el sistema de emergencias, el número de teléfono de su hija había quedado registrado el domingo 18. Marcela llamó al 911, le contestaron, pero no respondió. Al escuchar la grabación, al otro lado se oía un ruido, como de un fuerte viento.
Al día siguiente de la denuncia, el ministro de Seguridad, Gustavo Villatoro se refirió a este caso en particular. “Hemos activado todos los protocolos que tenemos, ya existen investigadores asignados, estamos haciendo todas las pesquisas, el trabajo necesario para dar con el paradero de estas personas”, dijo el funcionario sobre un investigación en manos de la Unidad Especializada de Desaparecidos de la Fiscalía.
La pareja alquilaba un cuarto en un mesón cerca de la parroquia Don Rúa, a escasas cuadras de las floristerías donde trabajaban. En los primeros días de mayo, Guadalupe y el padre de Ricardo llegaron a recoger las pertenencias. “Ella era bien ordenada, le gustaba tener su ropa doblada y limpia. Me llamó la atención el gran desorden”, dice la madre, sorprendida al ver todo en el suelo.
Debajo de la cama, halló sus carteras con los documentos personales. La de Ricardo tenía tarjetas de banco y dinero en efectivo. Los agentes lo requisaron para analizarlo en el laboratorio, pero no lo devolvieron, recuerda.
De lo anterior se deduce que Marcela y Ricardo llegaron al cuarto del mesón esa tarde. La llamada al 911 tuvo que haber sido al atardecer o en la noche.
Voz Pública visitó el mesón. Una empleada de la limpieza que conoció a la pareja dijo que no recordaba algo anormal.
Por esos días, el papá de Ricardo llamó a Guadalupe para decirle que ya no iba a seguir buscando a su hijo y que no preguntara por Ricardo, que se enfocara en su hija. Sorprendida, le preguntó por qué, pero no le dio ninguna explicación. No sabe si la bloqueó o cambió de número de teléfono, pero ya no supo de él. Voz Pública trató de contactarlo para este reportaje, pero no fue posible.
Guadalupe buscó sola a su hija, sin ayuda ni descanso el primer año que siguió a la desaparición. Salía temprano de su casa y volvía de noche, a veces de madrugada. Visitó las morgues de los hospitales, recorrió calles y avenidas de peligrosas zonas de San Salvador, revolvió escombros en los basureros y hasta se adentró en el cauce del Acelhuate, río que atraviesa la capital. En un par de ocasiones, una en la comunidad Tutunichapa, le encañonaron con una pistola en la cabeza. La dejaron marchar no sin antes advertirle que no regresara.
Sus fuerzas comenzaron a flaquear y sus salidas en busca de Marcela dejaron de ser diarias. La angustia por saber de ella consumía poco a poco su salud y empezaba a aflorar síntomas de otras enfermedades aunque, entonces, no lo sabía.
Idalia Zepeda, abogada de la Asociación Salvadoreña para los Derechos Humanos (Asdehu), observa con frecuencia padecimientos de salud en las mujeres que buscan a un familiar. “Las madres del Bloque no padecían hipertensión, diabetes, migrañas, problemas articulares como ahora, y eso es importante documentarlo”, expresa en referencia al Bloque de Búsqueda de Personas Desaparecidas.
Todo esto ha ocurrido en el gobierno de Nayib Bukele y en medio de lo que él ha llamado “medicina amarga”, en alusión a las agresivas medidas que pasaron por encima de los derechos humanos y las garantías constitucionales de miles de personas inocentes. Lo que ha padecido Guadalupe desde la desaparición de Marcela ha ocurrido ante las narices de sus autoridades, de esas Policía y Fiscalía a las que Bukele suele aplaudir en público y cuyos éxitos en la caída de homicidios atribuyen a los presuntos aciertos de un secreto “Plan Control Territorial” y al régimen de excepción, que ya llega a los 28 meses en vigor. Y mientras el gobierno hace fiesta de estos datos, en otros ámbitos de la seguridad hace muy poco por atender las necesidades de esas personas que cada día están sufriendo una pérdida sin final de un ser querido, como lo ha constatado Guadalupe.
Pierde a su nieto
Marcela tenía 22 años cuando desapareció. Era madre de dos hijos con distintas parejas: una niña y un varón, de seis y tres años, respectivamente. Cuando se separó del papá del niño por el maltrato que recibía, los dejó a cargo de su madre para poder trabajar.
A Guadalupe, entonces de 41 años, le sobrevivían cuatro de sus cinco hijos. Al mayor se lo habían asesinado en 2017 por negarse a ingresar a la pandilla de la zona donde vive. El hermano que le seguía en edad a Marcela se crio con una tía en Apopa desde los cinco años. Con Guadalupe vivían su compañero de vida, dos hijos menores y sus dos nietos.
En la semana que siguió a la desaparición de su hija, el papá del niño de Marcela se presentó en casa de Guadalupe y, casi sin mediar palabra, se lo llevó. Por temor, Guadalupe omitiría este hecho en la denuncia ante la PNC días después. Más adelante lo hizo ante la Procuraduría General de la República (PGR). De la batalla legal que inició para recuperar a su nieto no ha sido informada de resultado alguno hasta la publicación de este reportaje.
Conforme avanza la historia, la expareja de Marcela se convierte en el principal y único sospechoso de su desaparición y la de Ricardo aunque se desconoce el camino que siguió la investigación de la Fiscalía en el caso.
Víctima de extorsión
En esas idas y venidas, a finales de 2021, Guadalupe recibió la llamada de un hombre con acento mexicano, quien le exigía $1,500 a cambio de liberar a Marcela y Ricardo. Casi sin pensarlo, accedió a pagar. Tomó sus ahorros, pidió a la familia y vendió lo poco que tenía -la refrigeradora, la cocina, una cama y un ropero- para poder juntar el dinero.
Antes de pagar, sin embargo, pidió hablar con su hija. El hombre no accedió, pero le envió una fotografía. “Parecía que eran ellos, pero a mí me dijeron que era como un montaje que habían hecho”.
Aun así, transfirió el dinero. Al preguntar dónde estaban, el hombre le dijo que tenía que ir hasta la frontera de México con Guatemala. Por miedo, con su esposo decidieron no hacerlo.
Guadalupe denunció el caso a la policía. El agente le aconsejó que no contestara esas llamadas. “Si les da, deles poquito para que se callen”, le dijo por teléfono. No le preguntó del extorsionador ni de qué número le llamaron. Si no investigaban el caso de su hija en San Salvador, pensó, menos una llamada del extranjero.
Silvia Juárez, de la Organización de Mujeres Salvadoreñas por la Paz (Ormusa), explica que la desaparición se trata como un hecho delictivo, no como un drama humano. “No hay una respuesta del Estado, tenemos esa carencia de una búsqueda integral y quienes la asumen son las mujeres”, apunta Juárez, quien enumera que se exponen “al desplazamiento forzado, la extorsión y al señalamiento en gobiernos como el nuestro”.
Impacto económico
Con lo sucedido, el hogar se quebró en lo emocional y se resintió en lo económico. Guadalupe se vio obligada a dejar su trabajo en un cafetín de un centro escolar de La Libertad cuando desapareció su hija. La familia pasó de tener tres fuentes de ingresos a solo una en un abrir y cerrar de ojos. De oficio albañil, su compañero de vida trabaja cuando la salud se lo permite. Los $150 mensuales que gana son insuficientes para el alquiler de la vivienda y la alimentación.
A mitad de junio pasado, el esposo de Guadalupe, el último sostén económico, se fue de la casa. El motivo, cuenta Guadalupe, es que quiere que deje de buscar a Marcela. El golpe ha sido duro. Sus hijos lo extrañan y se les ve más tristes. Además, se ha visto obligada a limitar la comida de ella, sus hijos y su nieta a una ración diaria.
Jeanette Aguilar, sicóloga e investigadora en temas de violencia y seguridad, ahonda en la precarización de los hogares con este tipo de violencia. “Su condición se ve seriamente deteriorada por la falta de aporte económico de la desaparecida (proveedora muchas veces), los gastos adicionales en los procesos de búsqueda. En el caso de las mujeres, que son principalmente las que buscan, terminan perdiendo sus trabajos y negocios”.
Pasado violento
Guadalupe recuerda a Marcela como una joven alegre y de gran corazón, una buena estudiante hasta que la necesidad de trabajar le obligó a dejar los estudios en sexto grado. Luego, con 16 años cumplidos, quedó embarazada de su primera hija.
En El Salvador, a mediados de la década pasada, prácticamente, uno de cada tres partos correspondía a una menor de edad. En sus informes, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) destacaba que el 60% de esos embarazos ocurría en jóvenes que abandonaron la escuela previo a la maternidad. En otras palabras, mantenerse en el aula reducía ese riesgo. Entre las consecuencias sociales y económicas, reflejadas en la vida de Marcela, están el retraso escolar, la violencia de género y las dificultades de un empleo estable en uniones tempranas, forzadas muchas veces por un embarazo no previsto.
En Ricardo, al fin, a quien conoció a finales de 2020, Marcela encontró un remanso de paz y tranquilidad, algo que no había tenido antes. Hasta habían planeado juntos montar un negocio, abrir su propia floristería.
El pasado de Marcela estuvo marcado por la violencia y tenía rostro: el papá de su hijo. Ella no le contaba a su madre para no preocuparla. En una de las golpizas, la empujó por las escaleras y se quebró la mandíbula. A Guadalupe se lo dijo su nieta, testigo de la violencia de su padrastro.
Uno de los dueños de los mesones donde vivieron juntos rememora el drama que vivía la joven. “Todo el mundo sabía que era un haragán y que la maltrataba, le decía insultos y la trataba como prostituta… Se supone que tenía algún vínculo con los muchachos (pandilleros)”.
Entonces, Marcela trabajaba como mesera en San Salvador mientras él se quedaba en el cuarto con los dos niños.
Cansada de tanta violencia, un día lo abandonó, se llevó a sus hijos y se fue a vivir sola. Para poder trabajar, se vio obligada a dejarlos al cuidado de su madre, quien aceptó con gusto. “Con quién mejor que conmigo van a estar”, le dijo Guadalupe.
Pero el pasado no se quedó atrás. Marcela vivía sola y su hermano, el más apegado a ella, llegaba a hacerle compañía. En una ocasión que estaban juntos, su expareja le llamó y les amenazó de muerte a ambos. A Guadalupe se lo contó su hijo cuando ella desapareció.
En ocasiones, la expareja iba a trabajar cerca del mercado. Testimonios recogidos por este medio en los puestos de ventas confirman que llegaba a reclamarle a Marcela y advertir a Ricardo que se alejara de ella.
“Voy a buscar a mi hermana”
El hermano más próximo a ella es el que más sintió su pérdida. “Mamá, no se preocupe, yo voy a buscar a mi hermana”, le dijo a Guadalupe en una ocasión, quizás sin pensar en la amenaza de muerte que recibió cuando estaba con Marcela.
El joven, que se crio con una tía en Apopa, estudiaba segundo año de bachillerato en ese distrito. La señora iba a dejarlo y a traerlo al instituto cada día. Su madre, aunque en la distancia, siempre estuvo pendiente de él y ayudaba en lo que podía con los gastos.
Un día no apareció a la salida de clases. Al preguntar, sus amigos le contaron que llegaron por él en una camioneta roja.
A la mañana siguiente, el 11 de mayo de 2021, hallaron el cuerpo del muchacho en un predio baldío del distrito vecino de Nejapa. Estaba atado de pies y manos, semidesnudo, con golpes en el tórax y varias heridas de bala, le informó la Fiscalía a Guadalupe. Cuando le llamaron para reconocer el cuerpo, su madre se percató de la camisa que llevaba puesta. Su padre se la había regalado por su cumpleaños. Habían transcurrido tres semanas después de la desaparición de Marcela.
Un Estado ausente
Como otras madres en su situación, Guadalupe se siente víctima de las instituciones gubernamentales. Tres años y tres meses después de la desaparición de Marcela, cuenta que no ve mayor avance. Seis meses después de interponer la denuncia, allá por noviembre de 2021, le llegó un mensaje de un agente policial para decirle que llevaba su caso. “Detective”, le dice Guadalupe. Desde la denuncia, nadie se había puesto en contacto con ella. Cuando le preguntaba, le acostumbraba a dar esperanzas como que estaban cerca de hallarla en la red social por la que se comunicaban. Como a los nueve meses, le dijo que otro agente tomó su lugar. Y nada cambió.
A unos y otros les compartía las pruebas y testimonios recabados del maltrato y las amenazas hacia su hija. Guadalupe cree que el caso de Marcela está olvidado en un archivo.
Informaciones como la siguiente dejaban poco a la imaginación. Al poco de enterrar a su hijo, Guadalupe recibió un mensaje en Facebook de una excompañera de trabajo de su hija. Como si Marcela temiese lo peor, le había confesado que responsabilizaba a su expareja si algo malo le llegaba a pasar. Ese era el sentido del texto al que tuvo acceso este medio.
Según fuentes internas de la PNC, la expareja no pertenece a estructuras de pandillas. Sin embargo, otras personas consultadas que lo conocieron sí lo vinculan con estos grupos.
A la primera fiscal, que llevó el caso los dos primeros años, no la conoció. Nunca recibió un número para comunicarse con ella. Que una madre no conozca a la persona asignada para indagar la desaparición de su hija dice bastante del interés de las autoridades en el proceso.
En octubre de 2023, le pusieron a otra fiscal y ella sí se contactó con Guadalupe, hasta la conoció una vez en persona.
Antes de finalizar el año, le llamó para que fuese a Medicina Legal a hacerse una prueba de ADN. Habían hallado los restos óseos de dos mujeres jóvenes y era importante comparar su huella genética con la de esas muestras. Hasta la publicación de este reportaje, Guadalupe no ha sido informada del resultado.
La sicóloga Jeannette Aguilar subraya la inoperancia de las instituciones y las consecuencias de la misma. “La falta de investigación por parte del Estado, la dilación de la búsqueda de la persona desaparecida, la negligencia con que El Salvador está encarando el fenómeno y los altos niveles de impunidad que rodean a la gran mayoría de los casos implican un incumplimiento de diversos pactos y convenciones internacionales”, asegura la investigadora.
Una realidad que el ministro Gustavo Villatoro reconoció de alguna manera en una entrevista el 27 de marzo de 2023. “Sabemos que muchas familias andan buscando a sus seres queridos que cobardemente fueron asesinados. Llegará el momento donde vamos a abrir toda esta búsqueda a nivel nacional para poder darles mucha paz, pero hoy por hoy tenemos este objetivo de erradicar a todos los miembros (de pandillas)”, dijo en el espacio Frente a Frente de TCS.
Para la representante de Ormusa, en cambio, prima la falta de voluntad a la hora de apoyar la búsqueda. “Hay registros de hospitales, de personas privadas de libertad, en resguardo… ese primer vaciado para un banco de información debería hacerlo el Estado”, planteó Juárez, como un primer paso para una atención integral.
En los meses que siguieron a la desaparición, Guadalupe iba cada ocho días a Medicina Legal. Con frecuencia se enfrentaba con una situación indignante: reconocer a su hija en un libro en físico con las fotografías en blanco y negro de cuerpos en estado descomposición no identificados.
“Resulta que ese fólder es solo de (los cuerpos) que se hallaron aquí (San Salvador). ¿Qué implica para una madre? Irse a todas las regionales de Medicina Legal a buscar cada mes, porque se renueva y estar sentada viendo semejantes horrores para identificar. ¿No cree que es una tarea que el Estado debería hacer?”, añade Juárez sobre el sufrimiento al que se exponen las madres buscadoras.
Miles de desaparecidos
La PNC registró 1,830 denuncias de desaparecidos en 2021. Los casos activos, aquellas personas no encontradas eran 641, de las que 520 eran hombres y 121 mujeres, a marzo de 2022. Dos años más tarde, 640 seguían desaparecidas, según el informe de delitos de la corporación policial del cierre de 2023.
Sol Yáñez, doctora en sicología social, afirma que “una sociedad donde hay muchos desaparecidos tiene una ruptura del tejido social. Martín Baró decía que una estructura que está enferma, está enfermando a los individuos”, afirma Yañez, quien cita al padre jesuita, también sicólogo social, asesinado en la masacre de la UCA de 1989.
En el quinquenio 2019 a 2023 se mantienen 2,386 casos activos si bien se observa una diferencia marcada entre los 732 del primer año y los 167 del último, según datos de la PNC.
Guadalupe se unió al Bloque de Búsqueda de Personas Desaparecidas en agosto de 2023. Dejó de sentirse sola y caminar sin rumbo, y empezó a ser parte de una familia que busca a sus seres queridos, casi siempre ante la falta de respuesta de las autoridades. Aún con las limitantes de las organizaciones, recibe asesoría legal de Asdehu y atención sicológica para ella y sus hijos de otras asociaciones aliadas del bloque.
Como colectivo, integrado en su mayoría por madres, el Bloque realiza actividades como la pega de fotos de los hijas e hijos desaparecidos en espacios públicos para denunciar y hacer visible este problema.
Un recuerdo vivo
En la casa que Guadalupe alquila en un municipio de La Libertad cuelgan de las paredes de la entrada los recuerdos de los que ya no están. Un marco sencillo sostiene dos fotos de sus hijos. Al mayor lo mataron en 2017 a la edad de 17 años. Al otro, el que dijo que iba a buscar a Marcela, con 18, poco después de que desapareciese.
Al lado, tres camisetas, dos del Alianza y una de la Selecta, adornan el otro extremo de la pared. La azul la llevaba Marcela la última vez que la vio el 24 de marzo. Quiere recordarla así, por su afición al fútbol y el amor al equipo de su vida.
“Yo antes lo que quería era encontrarla con vida, pero ya a estas alturas, las esperanzas son muy pocas de encontrarla así. Pero aunque sean sus restos, digo yo, y darles una santa sepultura”, dice Guadalupe.
Su nieta, cuenta su abuela, no deja de preguntar por ella y le manda mensajes por las redes sociales que no encuentran respuesta. Cree que es su manera de recordarla y de seguir a su lado.
Sobre un corazón de papel del tamaño de la palma de su mano, la niña dibuja a su madre. Una joven guapa, sonriente, con una gran melena y aritos de un llamativo color amarillo. Está sentada, posando, con su codo derecho apoyado. En la parte superior izquierda dos corazones más pequeños y cuatro palabras: Te amo, mami Marce.
Guadalupe la mira, suspira y guarda silencio.
Tomar en cuenta
Para este reportaje se consultó a las unidades de comunicaciones de la Fiscalía, del Ministerio de Justicia y Seguridad, Procuraduría General de la República y al Instituto de Medicina Legal para conocer su postura sobre la desaparición de Marcela y Ricardo. Solo la Procuraduría atendió la solicitud para dar declaraciones, pero nunca la confirmó.