Tres madres relatan el camino de sufrimiento que sigue a la desaparición de sus hijos. Una búsqueda que no se interrumpe por la falta del apoyo institucional ni los efectos en la salud como la falta de sueño, de apetito y hasta problemas cognitivos. La sicóloga Margarita Weil define la desaparición como “un acto de violencia que nunca termina”.
Las primeras horas
La noche que mi hijo desapareció, recuerdo que le pregunté a mi esposo si Joshua ya había llegado a la casa. Eran las 12 de la madrugada. Él me dijo que no; que, de hecho, ya le había escrito y los mensajes no le caían, que el teléfono estaba apagado o se había quedado sin carga. Sentí un poco raro, porque mi hijo siempre me decía: “Mirá, mamá, estoy en tal parte, aquí estoy con mis amigos, estamos comiendo”, y siempre me mandaba fotos del lugar donde estaba. Por eso, cuando mi esposo me dijo que el mensaje no le había caído, se me hizo extraño.
Esperé un rato, quizá como hasta las 12:40, y le llamé. El teléfono seguía apagado y me empecé a preocupar. Mi esposo intentó calmarme y como ese día había pasado bastante mal de salud no pude contener el sueño y me dormí.
Me desperté a las 5 de la mañana. Mi hijo no había llegado, empecé a llamarle otra vez y nada. Tuve una sensación de angustia horrible, una zozobra y una aflicción que jamás había sentido en mi vida.
Así pasé todo el día, desesperada, hasta que no hallé qué hacer y fui a la Policía. Al principio no me querían aceptar la denuncia. Los policías decían que él andaba «jodiendo», que de seguro andaba con la novia. Váyase para la casa, señora, me decían, ya va a llegar. Disculpen, les decía, a mí nadie me va a hacer cambiar de parecer, yo voy a poner la denuncia y punto.
Pasaron como dos horas intentando convencernos a mi esposo y a mí para que no pusiéramos la denuncia. Yo pensé, y se lo digo honestamente como madre, que la Policía me iba a ayudar inmediatamente. Pero la verdad es que hasta que uno vive estas cosas se da cuenta de lo ineficiente que son las autoridades y los servidores públicos con la población. Ellos no hicieron nada.
Pero después de tantas horas, nos llamaron; mi esposo fue, hicieron una mesa de trabajo y, por fin, interpusimos la denuncia.
Cuando regresé de la delegación, sin embargo, mi cerebro colapsó. Sí, fue en ese momento, después de ir a la policía, cuando entré a mi casa. En ese momento me quebranté, sentí que algo había pasado. Ahí supe que no iba a volver a ver a mi hijo.
Recuerdo que llegué a mi casa, mi hija salió (ella también tenía la esperanza de que la policía lo iba a entregar ese día) y me preguntó:
— ¿Qué pasó mamá? ¿Y Joshua?
— No sé, hija linda, no sé qué pasó con Joshua. Pero yo sé que no lo volveremos a ver, ya no lo vamos a ver nunca—, le dije.
— Tranquila, mamá—, me dijo mi hija—, ya va a aparecer.
Pero yo sabía que a mi hijo ya le había pasado algo; yo tenía esa sensación. Pero no quería reaccionar. Yo sabía que algo había pasado porque Joshua no me habría hecho eso. Él no era así. Él sabía que yo me preocupaba.
El hijo
Sandra Chafoya habla de su hijo Joshua Romero con un enorme orgullo que acrecienta su dolor. Cuando repasa su vida, no puede evitar mencionar sus virtudes, como lo trabajador que era. “Joshua tenía 17 años, pero era un niño muy responsable y emprendedor. En 2020, a raíz de la pandemia, empezó a trabajar. No era por un sueldo. Él lo que quería era convertirse en un experto en mecánica de motos. En ese año lo consiguió y en 2021 se fue a trabajar a otro taller donde le comenzaron a pagar», relata.
Trabajó varios meses hasta que el 10 de septiembre, un día antes de su desaparición, lo despidieron. Esa noche llegó a su casa llorando, se sentía destruido. “Fue algo bien duro”, relata su madre. “Yo lo animaba diciéndole que no tenía necesidad de trabajar, que tenía a sus padres que lo apoyaban”, recuerda que lo consolaba.
Esas palabras no eran en vano. La relación de Sandra Chafoya con su hijo Joshua siempre fue distinta que con el resto de su familia. Su madre lo amaba de una manera especial, por eso sentía una enorme necesidad de protegerlo. “Él era un niño muy inocente, por eso lo cuidaba mucho, porque él se confiaba de cualquiera, no tenía maldad”, comenta. “Quizá era la ingenuidad de él la que me hacía amarlo de una manera diferente”.
Es por eso que Sandra no puede evitar llorar cada vez que habla de su hijo desaparecido el 11 de septiembre de 2021. De esa fecha trágica, recuerda cada detalle. No olvida, por ejemplo, la ropa que llevaba esa noche poco antes de salir. Su camisa verde trébol y un short de lona azul. Tampoco olvida las últimas palabras que intercambiaron y que hasta el día de hoy dan vueltas en su cabeza: “No vengás muy noche, hijo lindo”, le dijo ella, preocupada, como si supiera que algo malo iba a pasar. “No, mamá, no”, le contestó.
Esa fue la última vez que conversó con su hijo. No volvería a escuchar su voz.
En la noche, Joshua salió al Paseo El Carmen, en Santa Tecla, con unos amigos. Fue el último lugar donde lo vieron con vida.
La crisis
No es ningún secreto que la vida de Sandra cambió por completo desde aquel 11 de septiembre en el que ella y su familia vivieron su propia tragedia. “Esa noche se me detuvo la vida, se me terminaron las ganas de vivir”, dice sin ningún tapujo.
Han pasado 16 meses desde ese momento y la vida para Sandra ha sido un calvario. No solo dejó de dormir y de comer: También olvidó palabras e incluso algunos lugares.
Comenta que el efecto de la desesperación alcanzó el punto máximo el 31 de diciembre de 2021. En esa ocasión se dirigía al centro de San Salvador a comprar unas cosas con otro hijo cuando, de repente, se quedó en blanco. “Empecé a ver y a ver, y no sabía dónde estaba. Estaba en un lugar en el cual tengo 26 años de dar vueltas prácticamente todos los días y no sabía dónde estaba. Sentí una desesperación horrible y comencé a llorar”, recuerda.
Margarita Weil, sicóloga, explica que esas cosas pasan cuando la persona se encuentra ante un hecho trágico. Eso fue, precisamente, lo que le sucedió a Sandra, cuando se encontraba en una calle donde su hijo desaparecido había vendido ropa tiempo atrás.
“Ante un evento traumático, el cerebro del ser humano evita sufrir durante el tsunami que ha de haber sido para ella todo eso. Se trata de una actividad cerebral protectora”, comenta la experta.
Como este episodio, Weil asegura que existen muchos más casos de personas que están pasando por lo mismo y que no están recibiendo ayuda de ningún tipo. “¿Cuántas familias están recibiendo apoyo sicosocial y económico?”, se cuestiona.
Sin duelo
Weil también explica que, en los casos de desaparición, el proceso de duelo es totalmente diferente que en los casos de muerte. “Cuando tienes un fallecimiento natural, tienes fases más definidas de duelo. Tienes una fase de negación, de ira, de negociación con la realidad y, por último, de aceptación. Pero en un duelo por desaparición vemos a las personas entrar inmediatamente en una fase de desesperación y experimentar la peor de las emociones para un ser humano: la incertidumbre. Podemos manejar opciones, no importa lo doloroso que sea, pero la incertidumbre es algo que nos abruma, nos devasta y nos hace crear miles de escenarios alternativos”.
Agrega que la incertidumbre hace que no exista esa fase de negociación con la realidad. La razón es la siguiente: siempre habrá eventos capaces de crear escenarios angustiantes a pesar de los años. “¿Y si abren una fosa clandestina diez años después y hay cuerpos? Otra vez irán las familias a buscar y otra vez les revolverá el estómago y corazón», comenta. «Aquí estamos hablando que una desaparición es un acto de violencia que nunca termina”.
Sandra comenta que es justo así como sucede. Las primeras semanas de la desaparición de su hijo, por ejemplo, nunca dejó de revisar las redes sociales con la esperanza de encontrar cualquier tipo de noticia del tema. “Cuando Joshua desapareció, se soltó una ola de desapariciones. Yo me metía a las redes de una manera horrible y buscaba información de personas desaparecidas, de hallazgos ocurridos”.
Sandra no miente. Solo en ese mes, Desaparecidos SOS, una cuenta de Twitter que se encarga de alertar sobre este fenómeno, publicó el reporte de al menos 15 personas desaparecidas. Tres de esas fueron localizadas con vida y tres fallecidas.
Además, en todo ese mes, la misma página informó de la localización de al menos nueve cadáveres sin identificación que habían sido encontrados a lo largo del país.
“Fue horrible”, relata Sandra sobre esos días. “Yo pensaba que a mi hijo le habían hecho todo lo que miraba en las redes sociales”.
Más casos, mismos efectos
La desaparición del hijo de Verónica Díaz ocurrió así: la tarde del 25 de mayo de 2021, Christopher, de 14 años, salió de su casa a dar clases de básquetbol a niños pequeños en la cancha del parque central del municipio de San Julián, en el departamento de Sonsonate.
El entreno no debería haber durado tanto y, por eso, Verónica se comenzó a preocupar. Estaba tan nublado y el clima parecía una premonición de la tragedia que estaba a punto de ocurrir. Le habló a su hijo pero su teléfono estaba apagado. La desesperación se apoderó de ella y se dirigió rápidamente a buscarlo donde tenía que estar. Cuando llegó, la respuesta que recibió de los niños que se encontraban en la cancha la devastó: su hijo nunca llegó a entrenar.
Desde ese momento han pasado más de 600 días y Verónica nunca más volvió a ver a su hijo.
— ¿Qué cambió en su vida desde entonces? — pregunto.
— Todo — contesta.
“Nosotros tuvimos que salir de aquí de San Julián porque empezaron a amenazar a mi otro hijo; le mandaban mensajes diciéndole que seguía él. Entonces, nos fuimos a vivir a otro lado y mi familia se dividió, porque tuve que mandar a mi hijo a los Estados Unidos. No iba a esperar a que le pasara algo también”, recuerda.
Explica que pasar por algo así es tan difícil que es imposible salir indemne. “A mí me dio insomnio, hay días que son las 3 de la mañana y yo no puedo dormir nada. Me da ansiedad, estrés. También hay cosas que no me acuerdo. A veces estoy hablando con alguien y se me olvida lo que estaba diciendo”.
La tragedia de Yanira Martínez sucedió mucho antes. Su hijo Miguel Martínez desapareció en 2013 cuando acompañó a un amigo a comprar un teléfono en el centro de San Salvador. No se sabe muy bien lo que pasó, pero lo que es cierto es que testigos del hecho relataron a Yanira tiempo después que a su hijo lo subieron a una patrulla de policías y se lo llevaron. Nunca más lo volvió a ver.
A partir de ese momento, Yanira comenzó una búsqueda incansable. Buscó en delegaciones, hospitales y en medicina legal. Siempre sin ayuda.
Con tanto tiempo, Yanira ha vivido de todo. Recuerda la vez que el fiscal del caso de su hijo le insistió en que no había avances en la búsqueda y si estaba dispuesta a cerrar el caso. “Mire, le dije yo, si usted estuviera en esta silla donde estoy sentada y yo fuera la fiscal y le hiciera esa pregunta qué me respondería. Se quedó callado y me contestó que no, que no cerraría el caso”, recuerda que le dijo. “Esa es mi respuesta”, sentenció ella.
Con la tragedia, Yanira dejó de dormir y estuvo medicada con antidepresivos.
Aunque de todo eso ya pasaron nueve años, hasta el día de hoy escucha ecos de los cambios que aquella tragedia causó en su vida y en la de su familia. “Desde ese momento”, relata Yanira, “yo le dije a mis hijos: ‘Para mí, de aquí en adelante no habrán cumpleaños ni celebraciones de nada’”.
Búsqueda con rostro de mujer
Las tres mujeres que dieron sus testimonios forman parte del Bloque de Búsqueda de Desaparecidos, un movimiento que agrupa a 26 familias que han sufrido este problema en carne propia y que está conformado en su mayoría por mujeres.
Que haya más mujeres en estas agrupaciones no es un dato menor. Morena Herrera, activista feminista y defensora de derechos humanos, explica que esto sucede por los roles de género que existen en las relaciones familiares y por la importancia que tiene la maternidad en la identidad de las mujeres. “Es por eso que vemos a más mujeres cuidando a sus hijos y con un mayor vínculo con ellos”, explica.
Weil también ahonda en el tema de los roles de género y agrega que la búsqueda de personas desaparecidas requiere un gasto enorme que, por lo general, es asumido por los hombres. “No todos se pueden poner a buscar porque la economía de la gente se ve diezmada y alguien debe recibir ingresos económicos para mantener a la familia”, sentencia.
* Fotografía de portada corresponde al Comité de Familiares de Personas Desaparecidas por la Violencia en El Salvador (COFADEVI)