Estudió, educó, batalló, naufragó, rio

Fidel puso su mano izquierda sobre el hombro de María Isabel, y ella se acercó al impecable traje militar cuanto pudo. Él sostenía con sus dedos el pequeño habano que acababa de encender, alejado lo suficiente del vestido. Sonrisa abierta ella, más disimulada la de él; así les tomaron la fotografía.

—Yo tengo la imagen del último cigarro de Fidel –cuenta satisfecha María Isabel.

Está convencida de que a partir de aquella noche Fidel nunca más volvió a fumar, y lo cree porque en aquella conferencia internacional sobre educación médica se comprometió públicamente. Sólo él sabe si cumplió su palabra, pero lo que María Isabel sí pudo comprobar con sus propios ojos es que Fidel ya no fumaba las otras ocasiones que estuvo con él después de aquel julio de1986, cuando les tomaron la fotografía.

—Él entonces nos decía que iba a durar 120 años, pero parece que no le va a salir.

Fidel Castro era el jefe de Estado cubano, y 21 años después, sigue siendo el jefe de Estado cubano. María Isabel Rodríguez era consultora de la Organización Panamericana de la Salud, la OPS; y hoy es rectora saliente de la Universidad de El Salvador, la UES.

El líder cubano Fidel Castro junto a María Isabel Rodríguez.

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A María Isabel le tocó derribar puertas desde que nació, y ya tiene 84 años.

En 1937, fue la primera en su familia que estudió en un instituto mixto; en 1942, la única mujer inscrita ese año en la carrera de Medicina; en 1967, se convirtió en la primera salvadoreña que tomó las riendas de la facultad; en 1980, fue la primera mujer que la OPS nombró como máxima representante en un país latinoamericano; y en 1999, la primera rectora en 158 años de historia que para entonces acumulaba la única universidad pública de El Salvador.

Detrás de esa imagen de abuela que todos los nietos quieren tener hay amontonados decenas de reconocimientos –llegados sobre todo de países extranjeros–, una rigurosa fidelidad al método científico plasmada en 103 publicaciones, respeto y admiración en toda América Latina, y también una amargura mal disimulada por la actual transición de autoridades en la UES.

“Schafik y mucha gente del Frente ya sabían quién era yo –responde María Isabel en uno de los pocos momentos en que parece perder el control de la conversación–, pero hay una cantidad de animales de esos que están llegando ahora a la universidad que todavía me siguen considerando como una reaccionaria o como una imperialista… aunque a mí eso no me importa”.

Tras varias horas de conversación, la pregunta había sido: “¿Cuándo se animará a hacer público lo que me ha contado bajo condición de ‘pero eso no lo vaya a poner’?”

En la campaña de desprestigio en su contra, los calificativos de reaccionaria e imperialista fueron tan solo una mínima parte. También la presentaron como la persona designada por el partido derechista ARENA para privatizar –privatizar– la única universidad pública del país. Y esos mensajes calaron en buena parte de una comunidad universitaria que en las elecciones acaba de despreciar a los candidatos que se mostraron como la continuidad a la gestión de María Isabel.

De alguna manera se ha repetido lo que ya le tocó vivir en 1972, cuando aquellos que se consideraban los más progresistas la expulsaron de la universidad –su universidad–, acusándola de cientificista, en tono despectivo. Ayer, cientificista; hoy, privatizadora. Es, María Isabel está convencida, el peaje por tener como norte estimular el desarrollo científico y la investigación en un país como El Salvador.

Sorprende, eso sí, que estos sinsabores los cuente entre risas, una risa particular que ha aprendido a fusionar con las palabras que en ese momento está pronunciando. No se intuye rencor ni odio. Ni por lo que está ocurriendo ahora en su universidad ni por lo anterior.

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Joaquín Vanegas –celular colgado en el cincho, tres veces decano de Ingeniería, barba y pelo canos– está entre los detractores confesos de María Isabel. Personas que opinan como él y lo declaran abiertamente son difíciles de encontrar fuera de la universidad, pero no tanto en su interior.

—Yo creo –dice en un despacho de la facultad donde ha enseñado por tres décadas– que a ella no le ha ido muy bien en la rectoría.

—¿Cree que en las elecciones la comunidad universitaria está rechazando su gestión?

—Obvio. La está rechazando porque el grupo que la rodea y la asesora se equivoca, y el problema de ella es que, aunque pasó tanto tiempo como rectora, quizá no conoció la idiosincrasia de la universidad. Para dirigir hay que conocer en qué mundo está. Uno no puede plantear una cosa que ha visto en otros países, pero que no cuadra con la forma de vida de la universidad, y no me refiero a mantener un statu quo, tampoco.

Además de detractor, Vanegas es la persona que se quedó con las ganas de ser rector en 1999, cuando María Isabel sorprendió a casi todos, y agarró las riendas de la institución con el apoyo de estudiantes y profesionales no docentes. Ante la Asamblea General Universitaria (AGU), el candidato de los docentes fue Vanegas, y llevaba como vicerrector a Rufino Quezada, el ahora sucesor de María Isabel.

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Honoris Causa es una expresión que las universidades han monopolizado para reconocer la trayectoria de personas que, a juicio de sus autoridades, merecen el elogio. La UES, por supuesto, también concede este tipo de reconocimientos. En los últimos años, por citar sólo a los salvadoreños, se lo otorgó a Félix Antonio Ulloa, a Camilo Minero y a Schafik Jorge Hándal.

Doctorados Honoris Causa María Isabel posee dos, que mañana serán tres, y viene un cuarto en camino. Ninguno es de la UES. El primero se lo otorgaron a 1 700 kilómetros de San Salvador. Ocurrió en mayo de 2005, en la Universidad de Guadalajara, en México. El segundo se lo dieron mucho más cerca, a apenas seis kilómetros en línea recta desde el que aún es su despacho. La Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) se lo concedió en noviembre de 2006. El tercer doctorado lo recibirá en la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina, mañana. Será un homenaje a 5 691 kilómetros de distancia.

Escultura en homenaje a María Isabel Rodríguez en la plaza Minerva, en la UES.

Viernes, 7 de septiembre de 2007. 10:45 a.m. Los órganos de gobierno de la UES se reúnen en el segundo nivel del edificio que también alberga –44 escalones arriba– el despacho de María Isabel. La reunión es en una sala circular, bien iluminada y amplia. Hay mesas alineadas, unas 70 personas, sillas para casi todos, 15 micrófonos inalámbricos y una cafetera metálica con café ralo.

Le toca el turno, como cada viernes, a la AGU, el máximo organismo normativo y elector. Ellos –docentes, estudiantes y profesionales no docentes– discuten hoy si María Isabel es merecedora de un doctorado honoris causa en la UES. El punto se pretende introducir en la agenda, pero no parece generar interés: asambleístas ensimismados que leen cualquier cosa, asambleístas que van y asambleístas que vienen, asientos desocupados por una llamada o por un café –ralo–, y una voz que desde la junta directiva llama a votar.

Tras dos intentos a tarjeta alzada, la AGU sentencia: “No hay votación suficiente en este punto para incluirlo”. Son 25 asambleístas a favor, cuando la AGU la componen 72. La universidad en la que se doctoró, en la que fue decana, y de la que durante ocho años fue su rectora, prefiere el no. Alguien ya dijo alguna vez que nadie es profeta en su tierra.

Tras la negativa, y cuando no hay nada que hacer –al menos este día–, dos de los 25 alzan su voz para cuestionar la democrática falta de interés. Se oye un “Hace ocho años daba penar entrar acá” y un “No desistiremos”, pero María Isabel no logra hoy ser causa de honor en su universidad. En la segunda planta de este edificio, y en pleno proceso electoral interno, son más quienes creen que no lo merece, como es el caso de Vanegas, o simplemente callan. Callan y no otorgan.

“Antes que a mí yo propondría que se lo dieran –se sincerará María Isabel 37 días después– al doctor Fabio Castillo. No me gustaría que me lo dieran antes que a él”. Mentor, colega y examigo, Castillo fue el rector en dos períodos complicados: 1963-67 y 1991-95.

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El 5 de noviembre de 1922 fue domingo. Ese día se proyectó la película ‘Jilmy’ en el salón Orozco de Santa Tecla. Filomena Peña de Brown puso a la venta su casa en San Martín, situada a una cuadra de la estación del ferrocarril, y la pierna de Modesto Valdés se fracturó tras ser atropellado por uno de los pocos automóviles que recorrían el barrio Santa Lucía. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella nació aquel día en la casa familiar del barrio Concepción, en San Salvador. La Primera Guerra Mundial había finalizado apenas cuatro años antes.

Cuando ella llegó al mundo, Quezaltepeque era el interior del país. Por eso venirse a San Salvador, “a la civilización”, fue toda una aventura para Concepción Rodríguez –su madre–, Isabel Rodríguez y Elena Rodríguez. Esas tres mujeres –tres hermanas– marcaron los primeros años de María Isabel. De la persona que embarazó a Concepción sabe que era “un señor abogado muy distinguido” casado con una tía de las tres. De él ni siquiera heredó el apellido. Fue hija de una madre soltera en el San Salvador de 1922.

“Yo fui la única hija de mi madre quien, una vez que yo nací, por esa sensación de vergüenza que uno tiene, se aisló para cuidar de mí, muy sometida por sus hermanas”, recuerda.

Le gusta decir que es hija de tres mamás, aunque en ese ambiente familiar, Concepción tenía un papel muy dócil, ante las fuertes personalidades de Isabel y Elena. Si Chabelita –así la llamaban de niña– recibía algún premio en la escuela, no era su madre quien la acompañaba, sino cualquiera de las hermanas: “Mi mamá tuvo que aprender a manejar la situación de ser yo su hija para ella, pero no para el público”.

Con una tienda en el barrio La Vega como principal sostén económico de esta atípica y matriarcal familia, a los ocho años María Isabel inició sus estudios en una escuela pública. Terminó la primaria y tuvo que afrontar su primera gran batalla por prevalecer su pensamiento. Fue en 1936, cuando decidió estudiar secundaria en el Instituto Nacional General Francisco Menéndez, el Inframen.

—Solicité la admisión a escondidas de mi familia, y entonces, un día de tantos, el primer telegrama en mi vida que recibo fue para decirme que me habían aceptado.

—¿Ese instituto es el mismo Inframen que ahora?

—El mismo, pero en aquella época –matiza María Isabel– era un instituto de una calidad académica altísima. Era un colegio militarizado, con las muchachas vestidas de militares y todo eso.

El instituto lo dirigía un coronel francés que años atrás había participado en la colonización africana, y que mantenía como obligatoria una asignatura de tiro al blanco. Además de disciplina y de aprender a disparar, dice haber encontrado en los cuatro años que estuvo allí a los mejores profesores del país.

Lograr el ingreso supuso primero superar los prejuicios existentes en la estructura familiar: “Hubo consejo de familia, y mi tía mayor hizo una conclusión muy rápida: ‘Si dejan ir a esta muchacha es por ser la más feíta del grupo y porque quieren perderla; es un lugar donde hay mujeres y hombres juntos’. Fue una discusión terrible, pero triunfé”.

Gracias a ese triunfo, además de garantizarse un futuro, supo cuál era su nombre. Hasta 1937 creyó que se llamaba Isabel a secas, como su tía. Pero al llegar al Inframen, donde tuvo que llevar la partida de nacimiento, vio que al pasar lista la nombraban María Isabel Rodríguez.

“En ese tiempo –mueve sus manos con uñas pintadas de un rojo muy vivo– me dolió horrores que me cambiaran el nombre en el instituto, porque yo era Chabelita. En mi casa aún me llaman Chabelita, aunque para toda la chiquitinada soy la Tía Lita”.

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Desde que regresó del exilio en 1994 reside en la ciudad que la vio nacer. Vive cerca de su universidad y más cerca aún, a apenas unos pasos, del cuartel San Carlos. Frente a su casa hay dos mensajes muy necesarios en El Salvador. Uno, pintado en letras grandes junto a una cancha de baloncesto, dice ‘Yo avanzo hacia lo limpio’; el otro, escrito en una señal publicitaria, también apela al civismo: ‘Apague su celular al conducir’. Seguro que son más necesarios en cualquier otro lugar que aquí.

Para entrar en la vivienda –blanca con partes anaranjadas, sin portón, de dos niveles y con mucha vegetación– sólo hay que mover hacia adentro una verja de hierro que llega por debajo de la cintura, subir ocho escalones y tocar un timbre. Detrás de la puerta, ella abre el candado, gira el pomo hacia la derecha y tiende la mano: “Pase, pase”.

María Isabel mide 157 centímetros, pero parece más baja. Es delgada, extremadamente delgada, y se peina de tal manera que deja al descubierto una parte de su frente. En su rostro destacan sus marcados pómulos, y los grandes lentes que, aunque cueste imaginarlo, no necesitó durante la primera mitad de su vida. Los ojos que están detrás son marrones, y uno de ellos casi no sirve. Está así por dejadez.

Su casa está a la par de la de Blanca de Suárez –casada con el doctor Suárez, cuatro hijos, ocho nietos–, su hermana del alma. Los dos hogares están comunicados. Se puede ir de uno al otro sin salir a la calle. En realidad, Blanca es su prima, y ambas, como buenas hermanas, comparten la descendencia. Esa es la “chiquitinada” que llama Tía Lita a María Isabel.

En las paredes de su casa no está colgada la fotografía que congeló el supuesto último cigarro de Fidel, ni ninguna de las que tiene con las personalidades que ha conocido a lo largo de su vida. Tampoco hay enmarcado ninguno de sus títulos ni reconocimientos. También huyó de ese tipo de adornos –fotos y diplomas para que otros los vean– para decorar su despacho en la universidad. Prefiere la pintura; prefiere un tipo concreto de pintura. De 11 cuadros en la sala, los 11 hacen referencia a la pobreza, al campesinado, a la ruralidad. Son imágenes de Venezuela, El Salvador, México, Haití, Nicaragua… “Estos están elegidos desde lo más profundo de mí”, se sincera. Y entre esos 11 cuadros está su favorito, el que hace más de medio siglo un buen amigo le regaló en México.

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Con 19 años y el mundo desangrándose, María Isabel recibió por primera vez clases de medicina. Cursaba ya tercer año cuando en 1944 se produjo el levantamiento cívico-militar que a la postre terminaría con los 13 años de dictadura de Maximiliano Hernández Martínez. Vivió en primera persona uno de esos acontecimientos que uno cree que no encontrará fuera de un libro de historia: la huelga de los brazos caídos.

—Era revoltosa, pero de los pellejines, como decimos acá. Íbamos a distribuir ‘Opinión estudiantil’ en la clandestinidad, traíamos la caja de las municiones y se la llevábamos a los compañeros que estaban guardados en la Embajada de Guatemala.

En octubre de aquel año, una revolución había puesto fin a la dictadura de Jorge Ubico, y el vecino país conoció un gobierno de corte progresista, que simpatizaba con la oposición a Maximiliano.

—Hacíamos el tráfico de las cosas, pero no éramos dirigentes. Ahí estaba ya el doctor Castillo (el futuro rector por partida doble), un individuo un poquito delante de mí en años y que me ayudó mucho en el hospital. Él sí era ya dirigente del movimiento de la huelga.

—¿Usted nunca llegó a ser dirigente?

—Cómo no, después. Estuve en AGEUS, estuve en ‘Opinión estudiantil’, y ya después empecé a moverme…

Cuenta que en su juventud le tocó asumir papel de pellejín en ese proceso revolucionario. ¿Y en la guerra civil? ¿Cuál fue el papel de María Isabel? Durante las décadas de los setenta y ochenta, y gracias a la OPS, tenía un pasaporte diplomático que le permitía viajar por toda la región sin preguntas, sin registros. Y cuenta las andanzas de esa conflictiva época con naturalidad, como quien no tiene nada de qué arrepentirse. Cree, sin embargo, que aún no es el momento de que el país conozca esa etapa de su vida.

—Eso no lo vaya a poner (ríe); sobre todo en este momento, pensarían que me quisiera congratular con la izquierda militante.

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El 14 de mayo de 1949 fue sábado. Ese día el célebre violinista estadounidense Yehudi Menuhin aterrizó en El Salvador; en el céntrico cine Principal se pasaron las películas ‘Puños de Oro’ y ‘El látigo del Zorro’; y el mítico Almacén Liverpool anunció la llegada a sus estanterías de quesos de bola holandeses y revólveres ‘Colt 22’. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella obtuvo ese día su doctorado en medicina por la Universidad de El Salvador. La Segunda Guerra Mundial había finalizado apenas cuatro años antes.

Con su doctorado bajo el brazo, voló a México, a la que muchos consideran la capital de Latinoamérica. Sendas becas le permitieron obtener un posgrado de dos años en cardiología, y otro posgrado de tres años en ciencias fisiológicas. En total, cinco años de desarrollo personal y de intensa investigación en la que se puede considerar su segunda patria, con el permiso de otros países queridos, como Venezuela, República Dominicana y la Cuba de Fidel.

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En el salón principal de la casa de María Isabel hay 11 cuadros. Entre ellos, sobre un gran sofá rojo, el que en 1951 Pablo O’Higgins le regaló en México. Es su favorito. En ese lienzo oscuro se aprecia a un campesino salvadoreño con traje blanco y sombrero al final de su jornada de trabajo, o lo que su amigo interpretó que podía ser un campesino salvadoreño. “Ese cuadro lo quiero mucho”, dice.

Fallecido en 1983, O’Higgins es el pintor que los entendidos definen como uno de los más aventajados discípulos del muralista Diego Rivera. Ambos y Clemente Orozco –otro gigante de la pintura mexicana– fueron en infinidad de ocasiones los compañeros de tertulia de la joven cardióloga.

—Yo cenaba todas las noches en casa de Rudolf Zuckerman, un inmigrante judío que hizo una amistad muy estrecha con los grandes artistas mexicanos –cuenta María Isabel con sincera naturalidad–. A su casa llegaba Diego Rivera, llegaba Clemente Orozco, y eran unas largas conversaciones. Una de las personas que más me impactó fue Diego, que era un solemne mentiroso, pero pasábamos escuchándolo con la boca abierta desde las 9 de la noche hasta las 2 de la mañana. Era una cosa maravillosa.

Además de estos nombres, hay una infinidad de personajes de indudable reconocimiento internacional que han pasado por su vida, y con quienes mantuvo o mantiene una relación cercana: Salvador Moncada, José Saramago, Monseñor Romero, Hugo Chávez, Halfdan Mahler, Hillary Clinton, Belisario Betancur, Gabriel García Márquez, Gustavo Kourí, Luiz Inácio ‘Lula’ da Silva, Eduardo Galeano… Y también está Fidel Castro.

—¿Alguna vez se ha parado a pensar cuántos conocidos suyos aparecen en enciclopedias?

—Fíjese que no, no me he puesto a hacer la cuenta.

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Consumado su proceso de formación académica en México, en 1954 regresó a El Salvador con una doble intención: seguir investigando y compartir sus conocimientos. Para ello se propuso trabajar como docente en la misma facultad en la que se había doctorado, y el Departamento de Fisiología era el indicado. Primero como profesora asistente, luego como profesora asociada y más tarde como profesora titular, tuvo que escalar todos los peldaños antes de convertirse en 1967 en la primera mujer al frente de la Facultad de Medicina de su universidad.

El grupo de médicos salvadoreños que ahora tienen entre 55 y 70 años es el que mejor conoció a la María Isabel docente y a la María Isabel planificadora de reformas académicas que pusieran al catedrático y al alumno como piezas fundamentales del puzle educativo.

Muchos de esos alumnos atravesaron la línea y se convirtieron en amigos. Entre ellos destaca uno: Salvador Moncada.

Moncada es el científico más ilustre que ha parido Centroamérica, y es un hijo de la Universidad de El Salvador. Nació en Honduras en 1944, pero a los cuatro años se trasladó con su familia a San Salvador. Ahí vivió hasta que, tras ser torturado por la Policía, fue expulsado del país en 1972. Su formación en la UES, concluida para ese año, le ha servido para ser el director de investigación de los laboratorios Glaxo Wellcome Research, de Inglaterra; para estar al frente del Instituto Wolfson para la Investigación Biomédica del University College, también en Inglaterra; para ganar en España el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica; para publicar más de 400 artículos científicos; y para ser dos veces candidato al Premio Nobel de Medicina.

Desde su despacho en Londres, Moncada –62 años, barba y pelo ya canosos– habla así sobre María Isabel por medio de una cámara web: “No solo somos amigos, sino que yo la considero como mi profesora más importante”. Ambos se escriben, se hablan y se ven con relativa frecuencia.

—Yo creo que María Isabel –afirma rotundo– nunca ha sido reconocida en El Salvador por todo lo que ha hecho.

—Casi es lo mismo que ocurre con usted.

—Bueno, yo tengo muchos años de estar afuera, pero ella tiene muchos años de estar haciendo un esfuerzo en la universidad, y no hay otra persona en El Salvador que haya hecho un esfuerzo tan grande, por tan largo plazo y tan honesto.

—Suena curioso que en su universidad no sea doctora Honoris Causa y sí en otras, incluida la UCA.

—Mire, el problema de esa universidad es que ha sido instrumentalizada políticamente. Debería regirse fundamentalmente por criterios académicos, y no digo que la universidad no deba participar en los problemas del país, pero no debe instrumentalizarse.

—¿Y no cree que los resultados de las elecciones significan que a la comunidad universitaria no le gustó lo que hizo la rectora?

—Eso es lo que me preocupa, porque siento que en los últimos ocho años lo que se trató de hacer es desarrollar la base científica y un sistema educativo superior serio para crear los profesionales que el país necesita. Y es una lástima que haya resistencia.

—¿A usted le parece que ha habido cambio en los últimos ocho años?

—Tremendo, tremendo, increíble… Después de la guerra, la universidad quedó muy golpeada y atrasada, y María Isabel ha hecho inversión, ha puesto el énfasis en el desarrollo científico y la educación, y eso habría que preservarlo y desarrollarlo, por el bien de El Salvador.

La admiración es mutua desde que coincidieron –en papeles de estudiante y maestra– en la Facultad de Medicina. Moncada y María Isabel se vieron muchos años después en La Habana. Con ellos, en esa ocasión, estuvo también Fidel. Ya no fumaba.

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Tras varios días de intentar reservar un hueco en su apretada –apretadísima– agenda de fin de gestión, el 1.º de octubre ocurre la plática telefónica en la que la rectora y un periodista al que hasta ese momento no conocía acuerdan la primera de las entrevistas.

—Entonces en mi despacho a las 11, y no nos movemos más.

—Gracias, doctora.

—Gusto de oírlo. A sus órdenes.

“A sus órdenes” suena a frase hecha, pero en el caso de María Isabel adquiere una literalidad sorprendente. En distintos momentos durante las casi seis horas de entrevista distribuidas en tres días, me sirvió café, me cortó pan dulce, subió y bajó las escaleras de su casa para recoger algún material, y hasta me pidió disculpas por estar atendiendo una llamada cuando abrió la puerta para la tercera entrevista, a pesar de que en principio sólo iba a ser una debido a su apretada –apretadísima– agenda de fin de gestión. María Isabel es una de las salvadoreñas más reconocidas en el mundo, pero su forma de ser no le impide llamarse a sí misma, durante la plática, feíta, pellejín y rascuache.

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El 13 de diciembre de 1969 fue sábado. Ese día el gobierno inauguró la segunda unidad termoeléctrica de la central de vapor de Acajutla; Cuatro Visión emitió la telenovela ‘La caldera del diablo’ a las 2 de la tarde; y a esa misma hora el niño José Gustavo Guerrero izó el pabellón nacional en la cancha de la colonia Guatemala, con lo que quedó inaugurado el campeonato de béisbol infantil y juvenil. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella se casó ese día con Víctor Arnoldo Sutter. Neil Armstrong había puesto sus pies sobre la luna apenas cinco meses antes.

María Isabel tenía 47 años, y él era dos décadas mayor que ella. La conocía bien. Tanto que, para la casa que mandaron construir –la situada junto al cuartel San Carlos–, él pidió que no tuviera cuarto de invitados, a pesar de que había espacio de sobra para ello. Temía, con razón, que ese cuarto siempre estuviera ocupado por alguien.

—Él había sido un hombre que prácticamente hizo toda su vida en el exterior, con la Organización Mundial de la Salud, en Europa. Entonces, tenía el sueño de venir a vivir a El Salvador. Nos casamos y él, feliz, pero lastimosamente se vino el 72, con la intervención de la universidad, y yo tenía que salir, y el pobre tuvo que venirse conmigo a México (ríe), un país que no le gustaba.

Víctor Arnoldo Sutter, quien también había sido ministro de Salud entre 1956 y 1958, murió en México. El matrimonio solo duró cinco años, y las edades de ambos impidieron a María Isabel ser madre.

—¿En qué año murió su marido?

—En 1972. Permítame… No, murió en el 73. Porque en el 72 fue la caída de Salvador Allende, ¿verdad?

—No, fue en 1973.

—Pues estoy equivocada, porque la caída de Allende la lloramos juntos. Entonces él murió en el 74.

—Bueno, quizá no tenga tanta trascendencia para esta semblanza.

—Pero sí tiene mucha trascendencia para mí (ríe condescendiente).

—Perdone.

—Sí, en el 74, y habíamos llegado a México en el 73, y luego me quedé hasta el 78, ya sola.

Unos meses antes de instalarse por segunda vez en México, había volado a Washington, la sede central de la OPS. Allá llegó exiliada, despedida de la Universidad de El Salvador –su universidad– en medio del caos ideológico que antecedió a la toma militar del campus en 1972.

***

A Ana Guadalupe Martínez –santaneca, estudiante de Medicina, grandes ojos marrones, guerrillera y ahora democristiana– le tocó conocer a la María Isabel decana. El primer encuentro entre ambas fue en 1971, en el auditórium de Derecho.

Como decana, María Isabel tuvo que dar la charla de ingreso a unos mil alumnos, y no dudó en censurar que la política estuviera restando en el campus espacio a la investigación y al desarrollo académico. “Le chiflaron y le hicieron bulla –cuenta con entusiasmo la exguerrillera en un despacho verde de la Asamblea–, pero ya sabía que se iba a desquitar, porque nos iba a demostrar que estar en la facultad y ser médico obligaba a ser muy buen estudiante”.

Los silbidos y la bulla, como supo más tarde, eran por ser una cientificista, y esa condición, sin importar el currículo, levantaba recelos tanto en la extrema izquierda como en la extrema derecha.

“En 1972 –inicia María Isabel el relato de su expulsión– tengo en la universidad uno de los momentos más dolorosos de mi vida”.

Por priorizar el desarrollo científico sobre el activismo político la llamaron cientificista, y por crear para la facultad una biblioteca en la que abundaban las revistas en inglés la llamaron proimperialista. Animados por militantes sobre todo del Partido Comunista, a ciertos grupos estudiantiles se les ocurrió que había una persona que era un peligro: ella. Entre los líderes de esos grupos estaba Schafik Hándal.

—Es una buena persona, pero ese fue su gran error. Schafik, y esto nunca se ha dicho públicamente, dice: “Hay este problema: el poder académico en esta universidad es un peligro y hay que destruir el poder académico”. Esa fue una tesis, y la otra tesis, de un argentino infiltrado aquí, era que este sistema estaba podrido, y la universidad estaba podrida; entonces, había que destruir la universidad para debilitar al sistema. En medio de esas tesis, se decide que a mí, igual que a otros profesores, se me iba a juzgar. Yo me quedo atónita. Según ellos, yo era imperialista y tenía nexos con organismos internacionales, me llevan a una sesión amañada del Consejo Superior Universitario, y deciden expulsarme de la universidad.

Esto sucedió unos días antes de que la Fuerza Armada –helicópteros y tanquetas incluidas– ocupara la universidad con la excusa de que había que poner orden. “Es en ese momento –reflexiona– cuando se pierde la universidad”. Tras la intervención militar, se creó la Comisión Normalizadora que, lejos de normalizar, “crea terror, porque era la guardia metida dentro de la universidad”.

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Es doctora desde hace 60 años, el gobierno mexicano la galardonó con el Premio al Mérito en Salud Pública, curó a enfermos de escasos recursos en el Hospital Rosales, es la responsable de promover la formación de médicos en toda América Latina, trabajó más de dos décadas para la institución hemisférica que vela por la salud, y recomendó en persona a Fidel Castro que dejara los habanos. Pero todo lo que María Isabel ha hecho por el bienestar de los demás contrasta con la dejadez –dejadez– con la que ha afrontado un serio problema que tiene en un ojo.

—Tengo una cosa –dice sentada en su mecedora de madera– que es algo verdaderamente vergonzoso, vergonzoso. A medida que el tiempo pasó, tuve las lógicas cataratas de la edad, que se me desarrollaron cuando llegué del exilio. Ahí ya fue evidente el diagnóstico.

—¿Y tuvo que operarse?

—Sí, cuando me eligieron me operé la primera catarata. El doctor López Beltrán, el que fue ministro de Salud, me la operó.

El cristalino es la parte del ojo que permite enfocar lo que vemos. Está situado justo detrás del circulito negro que hay dentro del iris, y debe ser transparente. El de María Isabel no lo es, y su visión es muy reducida. Algo así como un vidrio empañado por el vapor.

—¿Y la otra catarata?

—Pues quedamos que me la iba a operar a la semana siguiente, pero de eso han pasado ya ocho años, y todavía tengo una catarata. Total que yo ahora, para verlo bien a usted –y se quita los lentes– debo hacerlo sin anteojos, porque los ocupo sólo para leer. Se me desajustaron los ojos; con una catarata operada y la otra no, pues ando mal de la vista.

—Debería apuntarse al programa ‘Operación Milagro’.

—No, si ya tengo lista mi operación con Chepe López, pero yo nunca me he podido dar el lujo de tener cuatro días para mí, por eso tengo una catarata pendiente.

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Tras una breve estancia en Washington, su querido México fue el primer destino que le asignó la OPS. Allí, si bien le tocaba estar también pendiente de Cuba, República Dominicana y Haití, trabajó cinco años en programas para el desarrollo de médicos y enfermeras. De la capital mexicana se movió a Caracas en 1978, para seguir formando a profesionales, y en 1980 dio un salto en la jerarquía. La nombraron la representante residente de la institución en República Dominicana, cargo que ninguna mujer había desempeñado antes en país latinoamericano alguno. En Santo Domingo permaneció hasta 1982.

En definitiva, desde su salida de El Salvador y hasta mediados de los ochenta, fueron los años de viajes por toda la región con pasaporte de Naciones Unidas, y fueron los años en los que conoció las ventajas y los inconvenientes de trabajar más de dos décadas con cargos de responsabilidad en una institución como la OPS. También fue el tiempo en el que más se agrandó su lista de países visitados, de amistades ilustres y de reconocimientos a su labor.

Héctor Dada Hirezi –diputado, 69 años, padre de cuatro hijos– la conoce desde que él era apenas un muchacho. Se define como su amigo, y desde esa postura da su opinión sobre el nombre que ella se supo labrar: “Yo mismo trabajé en organismos internacionales y pude comprobar la estima que tenían a la capacidad de María Isabel para abordar los problemas de salud: con seriedad, con firmeza y con determinación”.

Tras su paso por la República Dominicana, se jubiló, pero lo hizo a su manera: trabajando más. Siguió en la OPS, pero como consultora. De esa etapa destaca la creación del Programa de Formación en Salud Internacional, que desde 1985 ha servido para capacitar a cientos de profesionales desde Alaska hasta la Patagonia.

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Todos los sábados, desde que tiene noción del tiempo, María Isabel tiene una cita ineludible con la peluquería. Allí le arreglan el pelo, las manos y los pies. “Yo cuido mi persona, y creo que la imagen es importante en cualquier posición en la vida”, se justifica.

No se trata sólo del pelo y las uñas; importantes también para ella son los accesorios. Salvo el pin rojo con la imagen de la Minerva clavado en la solapa, en los tres días de entrevistas no repitió anillos, pendientes ni collar. Y no se trata sólo de los accesorios; importante también para ella es el vestuario. Todo tiene que estar conjuntado, incluso aunque no sea quien se enfunde la ropa que elige.

—Le voy a contar algo –dice Ana Guadalupe, la estudiante que terminó en la guerrilla–: el vestido que yo tengo en las fotos históricas de los Acuerdos de Paz en Chapultepec, ella me lo hizo llegar desde Washington para la ceremonia oficial.

Era un vestido de tres piezas. Una chaqueta larga negra, una blusa blanca y una falda negra que llegaba por debajo de la rodilla. En el paquete que llegó hasta la capital mexicana en el equipaje de una amiga común también iba –perfectamente conjuntado– un cinturón. Ana Guadalupe aún conserva ese regalo.

Para María Isabel es una de esas anécdotas que, por su particular concepción del respeto hacia los demás, nunca saldrían de su boca ante un periodista.

—Me dijeron que uno de sus vestidos estuvo en la firma de los Acuerdos de Paz.

—No, yo no estuve –trata de evitar el tema– en los Acuerdos…

—He dicho uno de sus vestidos.

—¡Ay! No vaya a decir eso, por favor (ríe).

—¿Y por qué no? Ana Guadalupe lo contó.

—Sí, yo le regalaba ropa, pero si lo dice, dígalo como que ella lo dice.

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No es el envejecimiento. Lo peor del paso del tiempo para María Isabel es ver que siguen los grandes males de la humanidad: la pobreza y la injusticia. Y todos esos males los atribuye “a esta gran peste creada porque la dimensión económica se tragó la dimensión social”.

Pudiendo vivir en Estados Unidos o Europa, sigue aferrada a El Salvador, un país en el que cada semáforo le recuerda lo peor del paso del tiempo, un país que aplaude más al Álex ‘Paleta’ Erazo o a Arquímedes Reyes que a Salvador Moncada.

—¿Por qué sigue en El Salvador? ¿No cree que lo que usted hace sería más valorado en otros países?

—Pero nunca me voy a sentir tan bien como en este país, a pesar de las dificultades. Yo siempre dije que no me iba del todo. A mí me arrancaron, y me sentí muy amargada cuando me tuve que ir, porque sabía que a lo mejor ya no regresaba.

—Salvador Moncada lleva tres décadas en Inglaterra.

—Aunque me va a matar si oye esto, yo pienso que Salvador no tenía las raíces que tengo yo. Salvador se vino de Honduras muy chiquito, pero este país lo trató muy mal.

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El 22 de octubre de 1999 fue viernes. Ese día, mientras Ecuador se asombraba ante la furia del volcán Tungurahua, en El Salvador se anunciaba el inminente estreno de ‘El proyecto de la bruja de Blair’, y los diputados discutían la conveniencia de teñir de verde la leche en polvo que llegaba al país como donativo. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella fue elegida ese día como la primera rectora en la larga historia de la UES. Ella cumplió 77 años apenas dos semanas después.

José María Tojeira –gallego de nacimiento, actual rector de la UCA– admite que la elección de quien ahora define como una gran amiga fue una sorpresa: “Yo no la conocía de nada, ¡pero de nada! Y alguna gente dijo que era muy buena y tal, pero con 76 años, ¿cómo iban a poner a una persona de 76 años? A mí me pareció una irresponsabilidad de la UES”. Transcurridos ocho años, su criterio ha cambiado, y cree que ha sido “una gran rectora”.

En contraposición, Vanegas, el que se quedó en 1999 a un paso de ser rector, señala una larga lista de desaciertos en la gestión. En su mundo, en los últimos ocho años ha faltado planificación, se han descuidado las facultades, no se han rendido cuentas a la población, ha habido desorden financiero y administrativo… Por acusarla, a María Isabel la acusa hasta de haber matado al espíritu.

—Antes aquí –dice Vanegas– había algo que llamábamos el espíritu universitario; no sé si lo hay en otras universidades, pero aquí ahora las personas no quieren trabajar ni un segundo más si no les pagan, porque se ha generado esa cultura.

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Mediocridad significa cualidad de mediocre, y mediocre significa de poco mérito, tirando a malo. De todas las palabras que aparecen en el diccionario, María Isabel eligió esa para calificar a los detractores que tuvo en la universidad, para calificar a quienes la acusan de privatizadora.

“Tiene una tolerancia muy baja para la mediocridad, y se pone muy tajante”. Estas palabras corresponden a Paolo Luers –alemán y dueño del restaurante La Ventana–, una de las personas que más defendió públicamente a María Isabel en 2005, con la intensificación de la campaña de desprestigio en contra de la rectora. Su trinchera era la columna que mantenía en el periódico digital ‘El Faro’.

La chispa –la excusa lo llama ella– fue el préstamo por 25 millones de dólares que la rectoría pretendía conseguir del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), para poner en marcha el Proyecto de Fortalecimiento, elaborado por la propia rectora.

Tojeira resta, a su manera, trascendencia al uso de la palabra: “Cuando la he oído hablar en esos términos de personas que yo conozco, y ella me ha dicho que el problema de esa persona es que son bastante mediocres, siempre he coincidido en el criterio”.

Dada Hirezi, el diputado que la conoce desde que era un muchacho, dice que sólo le ha escuchado la palabra mediocridad “a partir de su batalla por lo del BID”. Circunscribe su uso a una manera de expresarse ante actitudes que tienen como resultado que los pobres, por ser quienes sólo pueden acceder a la enseñanza pública, sean condenados a una educación de mala calidad, mediocre.

Sea como fuere, lo cierto es que incluso en el Consejo Superior Universitario se pidió de forma expresa que dejara de utilizar los términos mediocre y mediocridad, como bien recuerda Vanegas. Él recibió en alguna ocasión ese calificativo. “Decirle mediocre a los profesores es arrogancia, porque eso hay que comprobarlo”, se defiende.

—Doctora, después de hablar con gente que la conoce, uno llega a la conclusión de que la palabra mediocridad la usa como un arma arrojadiza.

—Fui muy dura, ¿verdad?

—Incluso me dijeron que le pidieron no utilizar esa palabra en las reuniones del consejo.

—Sí (ríe), me pidieron que no volviera a mencionar ahí la palabra mediocridad. Se sintieron lastimados, pero yo no se lo estaba diciendo a ellos. Claro, directamente, pero en el fondo, sí.

—¿Desde cuándo usa usted esa palabra?

—La mencioné una vez cuando estábamos discutiendo el programa de fortalecimiento, y esa gente se sintió ofendida. Pero mire usted, decir que el desarrollo de los centros de excelencia era un error, y que lo que debía de hacerse era dividir el dinero del préstamo por igual entre las 12 facultades, ¿no le parece que es un pensamiento que favorece la mediocridad? No estimula el desarrollo científico, no estimula los cerebros y no estimula lo intelectual. Y esa ha sido la bandera que este grupo ha tenido durante todo el tiempo.

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Un resumen numérico sobre cómo deja María Isabel la universidad diría lo siguiente: nunca antes hubo tantos estudiantes inscritos –45 926–; nunca antes tuvo un presupuesto tan alto –58 millones de dólares en 2007–; y nunca antes un profesor ganó tanto –hasta 2 400 dólares más sobresueldos– por impartir clases. Pero las cifras casi nunca son la herramienta idónea para retratar…

Martes, 11 de septiembre de 2007. 7:28 p.m. Sentada en una de las sillas del pasillo que hay junto a las aulas 5 y 6 de la Facultad de Jurisprudencia, Crisnabell Juárez –pelo castaño, piel blanca y aspirante a licenciada en idioma inglés– lee y subraya. Subraya y lee. No parece molestarle que afuera haya un concierto que estremece el edificio. Una de las siglas que participa en las elecciones creyó que la música es un argumento para ganar votos.

Ahora sube el grupo Mestizo, pero antes fue un dúo formado por Musa del Sol y Marielos Chacón el que ocupó el escenario instalado en el corazón del campus, entre el edificio de Jurisprudencia y el de la rectoría. Septiembre es el mes más lluvioso de la estación lluviosa, y hoy llueve, pero no lo suficiente. La música continúa gracias a un gran canopi azul sostenido por seis varas de metal. Mestizo canta covers, y entre canción y canción pide el voto para un aspirante a decano de la Facultad de Ciencias y Humanidades.

Aunque no va con ellos, en las aulas 2, 3, 5 y 6 de Jurisprudencia deben tragarse la petición, y las canciones, mientras reciben sus clases. El potente equipo de sonido permite al grupo Mestizo tener más oyentes en sus pupitres que frente al escenario. Y entre esos oyentes involuntarios está Crisnabell.

—¿Seguido hay conciertos en el campus?

—Creo que en este ciclo es la primera vez.

Crisnabell, en tercer año ya pese a sus 19 años, parece más sorprendida por mi pregunta que por su respuesta.

El respeto y la tolerancia son valores que se suponen en toda comunidad universitaria, pero en la UES, hoy por hoy, se pueden boicotear clases con un concierto. No hay quien lo impida, y sí hay quien lo ve con total naturalidad, como si fuera una actividad más.

Además de la música, también hablan en silencio de la universidad los carteles que hay pegados en las paredes. Uno llama al civismo: “Hagamos uso de los recipientes de basura; no tirarla al suelo”. Otro llama al respeto: “Diga no al acoso sexual”. Son recordatorios que todavía –todavía– se necesita hacer a los estudiantes de un centro de educación superior.

Esta que no está en los resúmenes numéricos también es la UES que deja María Isabel.

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En los últimos minutos de la última de las entrevistas, María Isabel dice lo que hará ahora que no es rectora. Aprovechará para escribir, aprovechará para reconciliarse con el cine y la cocina, aprovechará para ayudar a quien quiera ser ayudado, aprovechará para intentar que más gente se forme en el extranjero, quizá aproveche para operarse la catarata pendiente, y aprovechará para realizar algunos proyectos de investigación. Seguirá fiel al trabajo permanente, ese elixir al que ella atribuye llegar a su edad con un envidiable estado de salud.

—Doctora, ¿usted piensa en la muerte?

—Fíjese que no. Nunca lo he pensado, y me preocupa mucho la gente que vive pensando en morirse, esa gente que gasta su vida pensando en el miedo a la muerte. Yo no tengo miedo a la muerte.

María Isabel cumplirá 85 años el 5 de noviembre de 2007. Es huérfana, enviudó hace 33 años y no tiene hijos, ni nietos, ni bisnietos biológicos. Pero seguirá aprovechando una vida que ella define como demasiado generosa: “Más de lo que me merezco”.

Por eso hay una canción –‘Gracias a la vida’, de la chilena Violeta Parra– que nunca la deja indiferente.

Por eso es la que pide que le canten siempre que tiene oportunidad.

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